lunes, 22 de febrero de 2010

Como gotas perdidas en el invierno

Como gotas perdidas en el invierno

(por ricardo acevedo)


1

Todos vamos a desaparecer y seremos menos recordados que una gota perdida en el invierno. Fue lo primero que pensó ese lunes en la mañana, mientras miraba el techo, esperando que se le hiciese lo suficientemente tarde para levantarse. Llegó al trabajo tan atrasado como todos los días, sin que lo notase alguien.

Meses atrás, había ingresado a trabajar al supermercado, periodo en que la tasa de robos había subido como un ascensor. Salía a almorzar a mediodía, tan puntual como la muerte, y regresaba dos o tres horas retrasado. Cuando lo contrataron, Paulina insistió en que un supervisor iría a controlar sus horarios, pero en todos los meses no había aparecido nunca y él dudaba que tal hombre existiese, o se decía que si el supervisor no lo supervisaba, la empresa asumiría que estaba cumpliendo su labor cabalmente y por eso lo dejaban en paz. A veces imaginaba que un día vendría un superior a ofrecerle un ascenso y él no sabría como rechazar sin parecer un inadaptado. Adoraba su trabajo. Su primer día se sintió un tanto desilusionado al pensar que terminaría de vendedor de cloro para piscina, después de haber leído a Fray Luís de León y Luís de Góngora en sus ratos libres, pero no le duró nada, le divertía atender a las clientas fingiendo ser un licenciado en productos químicos para aseo de piscinas. En verano las señoras millonarias compran cloro como si fuese agua. Cada una compra tanto cloro, como si fuese a almacenarlo en caso de golpe de Estado, en que el dictador prohíba, terminantemente, limpiar las piscinas. Pero no solo damas millonarias, también empleadas más coquetas que la primavera compran cloro, decantador, clarificador, purificador, dependiendo el color del pantano que les mandan a limpiar. Generalmente el agua se pone verde, así que él recomendaba alguicida y cloro en la medida adecuada. La idea de la empresa era vender, siempre, lo más caro. Pero no era su idea, su idea era que nada puede ser tan importante, que vamos a desaparecer todos y seremos menos recordados que una gota perdida en el invierno.

2

Cuando escuchó que buscaban jamás hubiese imaginado encontrarse con eso. Antes hubiese imaginado que un grupo de ancianos insomnes había decidido comúnmente salir a tocar timbres y arrancar. Estaba acostado, en su cama, tapado con una frazada en perfecto estado y decidió ver quien buscaba, a pesar de no hacerlo jamás.

Ahora, piensa que hubiese sucedido si no se hubiese levantado. La respuesta es básica. Estaría acostado mirando el techo de su cuarto. Donde está se conoce como celda. El techo es igual que cualquier techo en el mundo, pero no logra verlo. Ha sido acusado de homicidio, su mirada lo traspasa, alcanza las estrellas y la luna.

Soy inocente, jamás le hubiese hecho daño, alguien trata de culparme, pero no tengo enemigos, aunque tampoco amigos y eso es peor.

No duerme, algo nuevo en su vida se lo impide, por primera vez no logra concentrarse en que nada puede ser tan importante, es una mosca hundiéndose en el océano y el mundo es cualquier cosa, menos un lugar agradable para dormir.

Me acusan injustamente, soy victima de alguien que planeo esto, un plan preciso como el reloj de la muerte.

3

Ha sido derivado al psiquiatra. Por fin conversará con alguien. Al capellán no le dirige la palabra, aunque sospecha que si envían al capellán es porque piensan matarlo. Debe demostrar su inocencia antes de que la civilización lo ahorque.

Es una psiquiatra de menos de treinta años, más linda que el reflejo del sol en el mar. Muy lista. La más lista de su clase en todos los niveles escolares. Cree en Dios. Sabe que creer en Dios es mejor que no creer, en todos los aspectos. Nada puede ser casualidad. Si según la sabiduría, Dios es el dueño del Universo y el hombre un mono que aprendió a hablar por error (según los propios lingüistas), lo conveniente, entonces, será ser creyente. Ella lo sabe. Ella es más inteligente que él, pero él tampoco es cualquiera, no cualquiera lee a Fray Luís de León y Luís de Góngora en sus ratos libres.

Me llamo Lucía, ¿cómo se llama usted?. ¿No lo sabe?. Quiero conversar tranquilamente con usted. Yo también.

Él una vez fue al psicólogo, literalmente. Abandonó el tratamiento tras la primera sesión. Darle su dinero a alguien tan sicológico lo enfermaba más, además con el dinero hubiese podido comer mejor, andar más animado y menos drogado. Había probado más drogas que sabores de helados, pero no era adicto a todas, nada más a la efedrina y al tabaco. Su ocupación diaria era fumar cigarros rojos, si hubiesen negros, hubiese fumado negros. Su ocupación nocturna era tomar efedrinas y salir a caminar como solo un efedrinado camina. Sientes que podrían balearte la cabeza un par de veces y tú continuar caminando, un par de cuadras, sin desplomarte. Por esto, en gran parte, decidió visitar un psicólogo.

Ella le sonríe hasta a los ciegos callejeros. Si hubiese sido sacerdote, tempranamente, la hubiesen nombrado Papa. Pero algo tiene la chica. No mira el techo. Prefiere pelar verduras, hablar de algo con alguien, barrer un poco. Así, la ansiedad se va de paseo por la tarde.

Perfecto, le diré una palabra y usted me dice que significa para usted. Perfecto. Odio. Odio; odio a los españoles, en general, pero más, a ese alevoso Rey que mandaba presidiarios medievales a evangelizar indígenas, también, odio a los ingleses que mataban obreros chilenos, por un salitre que después valía menos que las balas. Prójimo. A veces pienso que un día cortaré definitivamente con el resto de las personas. ¿Con todas?. Todas de una vez, así evito irme enemistando con todos uno por uno. Muerte. Todos vamos a desaparecer, como gotas olvidadas en el invierno. ¿A quien más odia?. A los abogados, esos desgraciados mandarían preso a Dios si el Diablo les ofreciera dinero. ¿A quien más?. A nadie más. ¿Seguro?.

4

El día que la niña tocó el timbre, él estaba acostado en su cama, tapado con una frazada. Era domingo. Decidió abrir, a pesar de no hacerlo jamás, pues era domingo.

La niña estaba parada bajo la lluvia de Mayo cuando él abrió la puerta. Ella le pidió comida. Eso, a él, le sorprendió más que dos ancianos jugando a esas horas a tocar timbres y correr por la noche lluviosa. Tenía pan rallado, té, una sopa, una leche y cigarros. Le sirvió un té, le regaló la sopa y la leche. Si le hubiese dicho no tengo nada para comer hubiese dicho la verdad y según la moral hubiese actuado correctamente, pero la niña le gustó locamente y le sirvió un té. Ella dijo que había arrancado de su casa días antes y vivía en la calle, pues su papá estaba loco, realmente.

Él, trabajaba en un supermercado e imaginaba ante sí un futuro largo y negro, como un cable, como una piscina de soledad. Entre el mundo y él se había interpuesto un vidrio, que se iba ensuciando con los días. Esta niña sentada con un té, parecía un milagro que la noche olvidó bajo la lluvia.

5

No tiene Madre. No tiene Padre. No tiene novia hace tres años. Está solo, como un payaso sin gracia. No tiene amigos. No tiene supervisor. No tiene amiga chica desde que lo acusan de matarla. Solo puede ser Paulina. Viene a comunicarle que lo han despedido por homicidio, que no le pagarán momentáneamente y que será demandado por la empresa, además.

Las empresas españolas, ya no quieren asesinos.

Soy inocente. Yo te creo, incluso, vengo a ayudarte a escapar. Él siente deseos de golpearle la boca y morderle una oreja hasta sacarle el pedazo. Van a matarte. ¿Quién?. La gente está pidiendo pena de muerte. Donde estaba la gente cuando la niña moría de hambre, yo le salvé la vida, le regalé mi frazada. Yo no puedo hacer nada, puedo creerte, pero eso no te hace inocente, todos te acusan. No he dicho que me ayudes, no me importa que me maten.

Paulina se marcha. Al salir del cuarto se da cuenta que no lo volverá a ver y se enfría como un fantasma. Avanza por la calle, como si viese las cosas por primera vez, pero no sabrá que es la muerte, hasta que el día del entierro deba volver a su casa, sin poder llevarse al muerto.

6

¿Es usted Simón Espejo?. Quien otro. Está detenido por el homicidio de una niña. ¿Qué niña?. ¿No lo sabe?.

Es llevado a la cárcel. La habitación en su casa indudablemente era mejor, pero aquí le sirven comida a la hora. El techo es como todos los techos, se irá acostumbrando a él, pero por ahora no puede mirarlo. No puede pensar que nada importa por primera vez. Más adelante rechazará aceptar un abogado, no le hablará al capellán, solo aceptará hablar con la psiquiatra, que lo visitará una sola vez.

La muerte se marcha. Solo la sigue el silencio. Los hombres se olvidan, se hacen nada, como un sueño, una mañana cualquiera.

7

Nada es más inevitable que la muerte, sin embargo, es desconcertante, como un corte de luz un día muy nublado. Todos vamos a morir, si llevamos el esqueleto puesto, somos un ordinario estado de paso.

La niña amaneció muerta una mañana y al mundo pareció dolerle. Fue como un autogol en la final del Mundial. Tal vez, algo peor. No conocería más lo que significa pararse bajo la displicencia de la luna, como un milagro olvidado una noche lluviosa.



8

Ha vuelto a soñar con Lucía. Ambos son niños que juegan con otros niños a subirse a un camión estacionado, frente a un precipicio. Abajo está el mar, olas y rocas. Él, saca las piedras que afirmaban las ruedas y el camión cae al agua. Entonces, aparece un hombre vociferando, animadamente, ser el dueño del camión y que debiesen pagar los culpables. Él, comienza a tirarle piedras al hombre y los demás niños lo imitan. Lucía, al verlos, lo mira con odio. Él, desesperado, se disculpa, le dice que la quería hacer feliz. Ella le grita con furia reproches hirientes, que se pierden para siempre en la espesura del sueño.

Despierta. Tranquilo, como despierta la muerte que no tiene amigos, solo el silencio. Mira el techo. Lucía no volverá a verme. Está condenado a muerte, a nadie le importaría sanar a un loco para después matarlo. Nadie más volverá a verme. Le da risa, no permitirá que lo maten, se matará el primero, de paso librará a la sociedad de ejecutar a un inocente. Mira el techo largas horas desde que no va a trabajar. El suicidio me vendrá perfecto, como un café en la mañana.

Más tarde comienza a llover, muy fuerte. Siente ganas terribles de ver a Lucía, preguntarle quien era el dueño del camión, ¿por qué lo defendía?. Pero es absurdo llamar a Lucía, incluso es absurdo que ella supiese. Ahora, ella estará trabajando en otro caso, mientras afuera de su consulta psiquíatrica, la tormenta sopla con todo para enfriar este invierno.

9

Ha decidido dejar de comer. Morirá de hambre como los hijos de Marx.

10

La niña terminó de tomarse el té. Se marchó con una sopa, una leche y una frazada en perfecto estado. Una semana después morirá. Sin ver a nadie, sin que la muerte se presente y le conceda una simple despedida.

La muerte se marcha. Solo la sigue el silencio. Los hombres se quedan solos.

11

Seguro. ¿Se arrepiente?. ¿De que?. De matarla. La lluvia no conoce el arco iris. Esa no es una buena respuesta. (Silencio). El silencio tampoco es una buena respuesta. Es la mejor.

12

Cuando vayan a buscarlo para matarlo estará muerto. Habrá desaparecido, como un sueño, como un día que pasas viendo tele. En la mesa habrá una nota suicida para Lucía.

13

Había decidido ir a misa el domingo. Quería volver a sentir, un domingo en la mañana, la experiencia inefable del mono frente al dueño del Universo, sentirla, se conoce como un don llamado Fe. Pero el domingo se levanta tarde y se emborracha como un marinero, en fiestas patrias. Esa noche, mientras camina a su casa, rompe los vidrios de una catedral a camotazos. Luego, se enfrasca en una pelea absurda trenzándose con un viejo personaje de televisión.

Despierta ese lunes y mira el techo hasta que es lo suficientemente tarde para levantarse, pensando que todos vamos a desaparecer y seremos menos recordados que una gota perdida en el invierno. Llega al trabajo tan atrasado como todos los días, sin que lo note alguien.

A las diez de la mañana, todo está calmado en un supermercado, como una tarde de otoño. Por primera vez se le acerca el gerente de la tienda, donde la empresa que lo contrató arrienda un pasillo para vender cloro, entre otros productos para aseo de piscinas.

Lo buscan. ¿Quién?. La Ley.

Él siente en su cara el estornudo de un huracán.

14

Cuando lo fueron a buscar tenía una expresión contradictoria en el rostro, como un mal actor, representando la vieja comedia de los seres humanos. Desaparecen todos, como gotas en el invierno, se pierden infinitamente como frutas podridas caídas al suelo. En la mesa había una nota suicida para Lucía que decía lo siguiente:

Distinguida Señorita Lucía:

Es usted más linda que el reflejo del sol en el mar. Evidentemente, soy culpable.

Son efímeros, como una alucinación de un drogadicto solitario. Son un ordinario estado de paso, entre los monos y el polvo que levanta el viento.